Me gusta ver el agua correr, saltar entre riscos
y escuchar su cantarina voz.
Recuerdo que de muy pequeña fui a Ballancas, un pueblecito perdido entre las montañas en Valencia; mi juego favorito era sentarme al borde de una acequia que pasaba justo ante la puerta de la casa de mi tía y metiendo mis pies en sus frescas aguas pasaba las horas mirando los dibujos que hacía el agua en su caminar.
Recuerdo que de muy pequeña fui a Ballancas, un pueblecito perdido entre las montañas en Valencia; mi juego favorito era sentarme al borde de una acequia que pasaba justo ante la puerta de la casa de mi tía y metiendo mis pies en sus frescas aguas pasaba las horas mirando los dibujos que hacía el agua en su caminar.
Siempre he pensado que un río nos dice muchas cosas, su ciclo es el mismo que
el de nuestra vida. Nace del vientre de la tierra, como nosotros nacemos del
vientre de nuestra madre. Al principio, juega cantarín y risueño como un niño
sin problemas. Poco a poco va creciendo y su cauce se intensifica en alocada
carrera como un adolescente que sueña y se cree el dueño de la verdad. Tiene
amigos que lo van enriqueciendo. Si encuentra obstáculos en su camino los vence
hasta lograr su meta. En ocasiones se desborda al igual que nos
desbordamos cuando el estrés o el exceso nos hace salirnos de nuestras casillas,
y enfurecidos arrastramos con todo y con todos, para luego tranquilizarnos y
todo vuelve a su cauce. Sus aguas van dejando un reguero de vida en sus
orillas, y a veces sus aguas son turbias y enrarecidas cuando el río se
enferma, o lo enferman, que es peor. Nuestro cuerpo y nuestra mente también
enferma o es enfermada por ciertos tratos o ciertas circunstancias.
Y sigue su camino, sus
aguas se vuelven profundas albergando vida, para llegar a su madurez con paso
sereno hasta alcanzar su desembocadura en la que se podría decir que el río se
para. Sólo observándolo muy bien se ve que sigue caminando para desembocar en
al mar que lo espera con sus brazos abiertos para