martes, 10 de junio de 2014

EL RÍO



           Me gusta ver el agua correr, saltar entre riscos y escuchar su cantarina voz.
Recuerdo que de muy pequeña fui a Ballancas, un pueblecito perdido entre las montañas en Valencia; mi juego favorito era sentarme al borde de una acequia que pasaba justo ante la puerta de la casa de mi tía y metiendo mis pies en sus frescas aguas pasaba las horas mirando los dibujos que hacía el agua en su caminar.
 

         Siempre he pensado que un río nos dice muchas cosas, su ciclo es el mismo que el de nuestra vida. Nace del vientre de la tierra, como nosotros nacemos del vientre de nuestra madre. Al principio, juega cantarín y risueño como un niño sin problemas. Poco a poco va creciendo y su cauce se intensifica en alocada carrera como un adolescente que sueña y se cree el dueño de la verdad. Tiene amigos que lo van enriqueciendo. Si encuentra obstáculos en su camino los vence hasta lograr su meta.  En ocasiones se desborda al igual que nos desbordamos cuando el estrés o el exceso nos hace salirnos de nuestras casillas, y enfurecidos arrastramos con todo y con todos, para luego tranquilizarnos y todo vuelve a su cauce. Sus aguas van dejando un reguero de vida en sus orillas, y a veces sus aguas son turbias y enrarecidas cuando el río se enferma, o lo enferman, que es peor. Nuestro cuerpo y nuestra mente también enferma o es enfermada por ciertos tratos o ciertas circunstancias.
Y sigue su camino, sus aguas se vuelven profundas albergando vida, para llegar a su madurez con paso sereno hasta alcanzar su desembocadura en la que se podría decir que el río se para. Sólo observándolo muy bien se ve que sigue caminando para desembocar en al mar que lo espera con sus brazos abiertos para